viernes, 20 de septiembre de 2013

Una profesora demasiado joven

Durante 5 años trabajé como profesora de Electrotecnia en una escuela de enseñanza técnica. Yo estaba cursando en la Universidad la carrera de   Ingeniería Electrónica y  tenía una hija pequeña. Ese trabajo me venía bien  ya que no era de “horario completo”, solo tenía que concurrir unas horas tres  veces por semana  y atender dos cursos.

Cuando comencé tenía 26 años y mis alumnos que eran del último año del industrial,  tenían entre 18 y 19 años.
La materia que debía dictar consistía en: teoría, práctica de problemas y un ensayo por mes  en el laboratorio.
Cuando me presentaron en la sala de profesores a los demás docentes,   noté  que  a algunos,  no les caía bien que una mujer fuese técnica y  dictara una materia dentro de ese rubro, prejuicios a los que ya estaba acostumbrada.  No me pasó lo mismo con los docentes jóvenes,  que me recibieron muy bien y me ofrecieron rápidamente su colaboración.

En cambio,  sí  fue muy llamativo cuando me presentaron  los cursos. Muchos de los alumnos eran  jóvenes de 19 años, tan grandotes que parecían hombres y eso me asustaba un poco.  Cuando se enteraron de que iba a dictar Electrotecnia I y II,  me estudiaron de arriba para abajo y viceversa. Sentí que la que iba a tener que dar examen, era yo.
La cuestión era hacerme valer con mis 26 añitos y demostrarles que yo sí, les podía enseñar a ellos.

Los primeros días me maté preparando las clases,   estudiaba hasta el último de los  detalles, preparaba problemas, apuntes... Iba a  bibliotecas de  algunas universidades a conseguir material de trabajo y  ejercicios prácticos. Me llevaba tanto tiempo y tanta energía preparar las clases, que el trabajo de “horario reducido”,  se extendió a más horas.
Eso en cuanto a mi preparación.  Pero  no había pensado  que  la mala  disciplina del alumnado, no  iba a permitirme dar las clases. El comportamiento de los alumnos era de lo peor y creo que mi presencia (mujer y joven)  los alborotaba  a tal punto, que al finalizar el primer mes,  me llamó el Rector a su oficina y me dijo:
  Usted  tiene que hacerse respetar más. Debe imponerse sobre ellos. ¡Esto así como está,  no puede ser!
Ante ese llamado de atención me quedé muy preocupada. Sentía que alguna decisión debía tomar para revertir la situación. ¡Eran ellos o yo!
Entonces, decidí ser dura, de lo peor, pero tratando de impartir muy  buenas clases. Que dijeran de mí:
  Es una arpía, pero enseña bien...

De a poco lo fui  logrando, pero no dejaba pasar una. Mandaba  poner amonestaciones, les tomaba al frente por sorpresa,  exigía muchísimo con los ejercicios y los exámenes.  Hacíamos las prácticas en el laboratorio y no permitía desórdenes de ningún tipo.
Las cosas iban saliendo bien,  la relación empezó a cambiar lentamente y yo a aflojar un poco.

Un día se me ocurrió lo  interesante que  podría ser para mis alumnos,  visitar empresas relacionadas con nuestros temas.  Con mucho entusiasmo lo propuse en la dirección. El Rector casi me saca corriendo. Insistí mucho y le dije que yo me hacía responsable del comportamiento de los alumnos y que lo haríamos de poco, probaríamos una vez y si se comportaban como salvajes, me comprometía a desistir del intento.

El trabajo no era poco,  tenía que conseguir las empresas, los permisos, arreglar los horarios, cómo nos íbamos a trasladar... Mi marido me empezaba a decir:
¿Vos no querías un trabajo de pocas horas?

Tenía entusiasmo, ganas de hacer cosas y posibilidades. No sé si actualmente a un docente le permitirían esas libertades. Fuimos venciendo las muchas dificultades de a poco. Finalmente  a los alumnos les encantó este tipo de prácticas, donde  realmente veían como algún día, ellos mismos podrían trabajar en alguna de esas  empresas  y se portaban  aceptablemente bien en estas salidas. Claro que eran otras épocas.

Cuando faltaban 2 meses aproximadamente para  terminar el año, me surgió un admirador. ¡Es que yo  tenía sólo 26 años! Había un alumno de unos 17/18 años que me miraba con ojos demasiado cariñosos. No me encontraba preparada para una situación así y no tenía ni idea de cómo manejarla. Empezó a mandarme notitas, luego me lo encontraba antes de entrar y  a la salida..... Trataba de no darle importancia y seguir con mi ritmo habitual.

Un día  tomé examen escrito. Cuando corregí su prueba,  que estaba bien, veo una esquela al final de los ejercicios. Era una declaración de amor. Me hice la tonta y entregué los exámenes como si nada sucediera. Ese día me esperó a la salida y me preguntó muy serio qué opinaba de su carta. Es de adivinar lo que  respondí, las cosas que normalmente se dicen en esas situaciones: que a su edad, ya iba a encontrar una chica como él y le iba a gustar... que yo era una señora casada con una hija... Por suerte terminaban las clases y él terminaba el industrial y no lo volví a ver.

Seguí trabajando como profesora  en esa escuela técnica durante  4 años más.  Luego renuncié para  entrar a otro trabajo. Pero fueron unos años muy interesantes de interacción y aprendizaje.

Muchos años más tarde, como 15 más o menos, yo estaba trabajando en una institución y  volví a encontrarme con este alumno. Increíblemente había conseguido un puesto de trabajo en la misma institución. Cuándo me reconoció se emocionó mucho, ahora éramos compañeros de trabajo. A esta altura,  él estaba casado y tenía dos hermosos hijos.
Cuando nos veíamos,  él me seguía llamando “profesora”. Pero lo más lindo fue que un día trajo un examen corregido y firmado por mí, que aún  guardaba. Muy orgulloso se lo mostraba al resto del grupo, porque  yo,  su profesora, lo había calificado en esa ocasión con un “10”. Por suerte… no era el examen que traía la cartita de amor.


martes, 17 de septiembre de 2013

La primera radio

Mi hermano habia egresado  como electrotécnico  del Colegio Raggio y  mi tío,  que a su vez era mi tutor,  adoraba la electrónica y la practicaba como aficionado.
 Cuándo yo terminé la escuela primaria,  estaba por cumplir  13 años y tenía que optar por algún  secundario.  ¿Como podía  saber a esa edad que me gustaba?... Hubiera seguido magisterio,  porque casi todas mis amigas estaban en eso, pero no me veía como maestra  manejando a un grupo de  niños terribles.

Mi tío que  me veía tan indecisa   me propuso que hiciera el industrial para  ser “Técnico/Técnica” en Electrónica. Según él,  así me aseguraba un buen  futuro,  siempre iba a tener trabajo y por lo tanto sería independiente y tendría buenos ingresos... Era un adelantado, (año 1961)  pensaba y practicaba que la mujer y el  hombre eran iguales. Tenía 3 hijas mujeres, nunca le vino el varoncito por eso se transformó en un gran defensor del género.
En definitiva  dije:
─ Y bueno,  vamos a anotarnos, pero primero quiero ver si hay mujeres, si no, no me inscribo.

Mi tío y yo llegamos a la vieja escuela Nro. 36 en Congreso. Fuimos allí porque en mi cuadra vivía un vecinito que ya iba a 2do. año de esa escuela y nos la recomendó. Entramos y nos atiende un preceptor al que siempre recordaré. El Sr. Fernández. Mi tío comienza a proporcionar  todos mis datos y presentar los papeles y entonces le digo tímidamente:
─ Por favor Señor, espere un momento! Quiero saber si en esta escuela hay mujeres...
El Sr. Fernández  me miró, pasó un  dedo índice por el cuello de su camisa, como si la corbata lo atragantara y respondió casi tartamudeando:
 ─ Haber hay, pero pocas.....
Como si intuyera algo,  no pregunté cuantas había... Muy convencida no quedé, pero dije que estaba bien, que continuáramos con la inscripción.

        Cuando empezaron las clases, la primera semana,  no ví una sola alumna y apenas algunas profesoras. Estaba aterrorizada,  sola con 13 años entre tantos y tantos varones. Llegaba a casa llorando y diciendo que no quería ir más, que me cambiaran a una escuela de “mujeres”. Pero el año ya  estaba empezado y por lo tanto me sugerían:
─ Probá un tiempo más,  ya vas a ver como seguro te acostumbrás.

        Un día, fui a encararlo al Sr.  Fernández y le dije que quería saber dónde estaban mis compañeras, las que él me había prometido... Me llevó a un aula donde había  (era verdad),  una chica que estaba en segundo año. Se llamaba Margarita y era unos años mayor que yo. Me aferré a ella como garrapata. Nos hicimos muy amigas y gracias a ella pude llevar a término mi primer año del industrial.

También tuve alegrías  en ese 1er. año. En el taller nos hacían armar nuestra primera radio a válvulas. Yo era  muy desprolija y torpe para armar un circuito. ¿Y para manejar las herramientas? Ni les cuento.  Todo era tan nuevo para mí....
        Tardamos algún tiempo, no recuerdo cuánto en armar nuestra radio, pero  para fin de año tenía que funcionar. Tanto mis compañeros como los profesores venían a mi mesa para ver cómo  hacía  las soldaduras y si sabía leer un circuito. De paso me hacían “bromitas y cargadas” de  tono machista. A medida que se acercaba la fecha de entrega,  los primeros arriesgados enchufaban sus radios y explotaba todo. Entonces,  tenían que buscar la falla y corregirla.  Yo temblaba de solo pensar que pasaría cuando me tocara el turno a mí y pensaba:
 ─  Va volar la vieja escuela...

El día que finalmente  dije:
  ─¡¡Enchufo!!...,
Todos me rodearon y Oh...  ¡¡Milagro!!  La Radio Funcionó “de Una”. No lo podía creer... Yo había hecho eso. Llegué a mi casa saltando de alegría y en cuanto abrí la puerta grité:
  ─  La radio anda, anda y no explotó...!

sábado, 14 de septiembre de 2013

Un relojero

─ Por la libertad, ─ le respondió Aldo a su maestro relojero, cuando este le preguntó a los 16 años por qué quería ser relojero.

Esta respuesta,  era parte de una de las  muchas anécdotas  que Don Aldo nos contaba  a mi marido y a mí,  en su minúsculo taller de relojería.

Un taller de los de antes. No creo que aún existan muchos relojeros con el espíritu de Don Aldo, que lleva 67 años  arreglando relojes.
Llegamos a él porque mi marido quería arreglar un viejo reloj por el cual tenía mucho cariño. Los familiares le habíamos regalado relojes más modernos, pero él solo deseaba usar ése; un viejo reloj automático que se activaba  simplemente con el movimiento del brazo.

Lo llevamos primero a un relojero del barrio que  cuando  lo revisó, nos dijo:
─ A este reloj le entró agua y está bastante oxidado. Lo veo difícil, difícil…
Cuando vio nuestra cara de decepción, agregó:
─ Miren, hay solo  una persona que lo puede arreglar: mi Maestro Relojero.
Así llegamos al Taller de Don Aldo,  que no da a la calle. Es un cuarto,  parte de su vivienda.

El taller fue un encantador descubrimiento. Pequeño, tal vez demasiado  para la cantidad de relojes antiguos y  herramientas de relojería que acumulaba el anciano.  Además muchísimas fotos pegadas  en los pocos lugares libres que había.

Las paredes se encontraban  cubiertas  de  relojes de diferentes modelos y épocas: cucú,  con  péndulos y campanadas, despertadores de  tamaños  inimaginables, relojes pulsera de hombres  y de  mujeres… Y cómo gran estrella, en medio de todos ellos, un enorme reloj de estación de ferrocarril.

En un cajón tenía relojes  de bolsillos,  de esos que llevaban  años atrás los caballeros,  sujetos mediante una cadenita a su pantalón o chaleco. Fotos de relojes.
Algunas piezas verdaderamente antiguas. Un  coleccionista de alma,  Don Aldo.

Consiguió arreglar el reloj de mi marido, para lo cual  tuvo que desarmarlo totalmente; cerca de 300 piezas.
 Luego que lo arregló,  estuvo usándolo él mismo, varios días  para comprobar su buen funcionamiento.

Reconoce ser un fanático de la  relojería.  Se ve cómodo dentro de su pequeño taller y se nota que es “su lugar en el mundo”.

Por eso me gustó la respuesta que dio Aldo a los 16 años: “Por la libertad… ”
¿Hay algo más hermoso,  que amar un oficio donde uno se siente libre, durante toda su vida?

martes, 10 de septiembre de 2013

Picnic

Año 1964. Se acercaba otro 21 de septiembre  y de nuevo no tenía con quién ir a un picnic de estudiantes.
Me moría de envidia  al ver los grupos de chicos y chicas que para esa fecha se juntaban  a festejar el día de la primavera.  En mi caso era imposible ir con mis compañeros del industrial. Yo concurría a una escuela secundaria  de enseñanza técnica, donde era la única mujer,  pero además, mis compañeros no me invitaban. Los muchachos hacían sus programas  y  estaba bien.

Las pocas amigas que tenía en el barrio iban al picnic de la primavera, con  su grupo de escuela,  así que tampoco  daba para ir  con ellas...

Con mis 16 años,  ni bien  llegaba septiembre comenzaba a inquietarme. Quería por lo menos una vez, o, saber como era un picnic de estudiantes precisamente ese día, “un  21 de septiembre”.

Justamente  ese año  había ingresado una chica nueva a primero,  ahora éramos dos mujeres en toda la escuela. Se llamaba Graciela y  era   de unos 13/14 años. En cambio yo  estaba en  4to. año.

Unos días previos al 21 de septiembre,  le dije:
 ─ ¿Graciela, te gustaría  el día de la primavera ir de picnic?
─ ¿Y con quién? ─ preguntó.
 ─ No te preocupes ─ respondí. ─Yo lo arreglo. Eso sí, llevemos algo para comer y ropa cómoda.

Llegado el día nos encontramos en  la Terminal de Bus de Plaza Miserere.

Mi ropa cómoda era: un pulóver de mangas cortas  de banlon celeste con un saquito  haciendo juego, una pollera tableada color crema que me iba por debajo de las rodillas  y mocasines (En mi casa no me dejaban usar pantalones, ni maquillaje...) Graciela, que tenía varios hermanos varones, se vino con pantalones. Se veía  mucho más normal que yo para un picnic.

En la Terminal había muchísimos chicos de ambos sexos. Todos hablaban a los gritos y nadie entendía nada. No sé muy bien cómo,  pero Graciela y yo nos subimos a un micro grande. Luego nos enteramos, de que iba a los Bosques de Ezeiza. No conocíamos a nadie, simplemente nos colamos y el micro estaba repleto.
Al principio nadie se fijaba en nosotras, pero los chicos no eran para nada estirados y empezaron a preguntarnos quiénes éramos, de dónde veníamos.... Cuando llegamos a los Bosques ya todos nos hablaban y nos iban integrando al grupo. Cantaban, jugaban, desbordaban  alegría...

A medida que transcurría el día,  se iban formando parejitas. Ahí ya no tuvimos suerte. Igualmente participamos de una guitarreada,  mateada, juegos de pelota paleta,  de preguntas y respuestas…  ¡Lo pasamos bárbaro! Y yo me di el gusto de saber como era un picnic del día de la primavera. Ahh... por supuesto a la tarde se largó una lluvia fenomenal y terminamos todos empapados, pero no me importó. ¡Estaba feliz!

Foto de egresados

domingo, 8 de septiembre de 2013

Una Tradición

Hoy a la mañana fui a un negocio a comprar. Encontré que recién estaban levantando la persiana, aún no habían abierto. Esperé unos minutos,  entré y realicé mi compra. Al abonar, la señora que me atendió me dijo:
— ¡Gracias! Usted realizó la primer compra del día en cuanto abrimos la persiana. Eso nos va a traer suerte y vamos a tener un buen día de ventas.
—De nada — respondí sorprendida. Pero,  dije:
— ¿Sabe? Es la segunda vez en mi vida que me agradecen por ser la primera compradora del día.

Entonces, le conté que una vez estando  en Santa Marta, Colombia, fui a caminar por  la mañana temprano. Entré a una vieja iglesia de la época colonial y cuando salí, en la puerta había un hombre de mediana edad, indígena.  Estaba acomodando sobre una tela puesta en el piso, unas  máscaras muy lindas esculpidas en piedra. Eran de un  tamaño  pequeño a mediano. Me gustaron mucho y tenían un precio accesible. Evalué que no ocuparían mucho espacio en mi maleta, así que compré dos, una para cada una de mis hijas.
Cuando entregué el dinero para pagarlas, el hombre se dio vuelta repentinamente hacia la puerta de la iglesia y juntando ambas manos como si fuera a orar, dijo:
— ¡Gracias Diosito Mío!  Gracias por mi primera venta del día.
Me emocionó mucho la humildad de ese hombre.
Desde entonces,  cada vez que voy a casa de alguna de mis hijas y veo la máscara colgada en la pared, siempre me vuelve la imagen de este hombre arrodillado,  dando las gracias por su primera venta del día.

Contaba esta anécdota  a la vendedora y su  marido,  que escuchaba atentamente nuestra conversación y  hasta el momento no había emitido palabra,  intervino:
—Es que hay toda una tradición y una creencia respecto a la primera venta del día. Por ejemplo, en El Once, (lugar muy comercial en nuestra ciudad de Buenos Aires) hay muchos vendedores Sefardíes que cuando abren sus puestos de venta, al primer cliente que se acerca a preguntar un precio, le tienen que vender algo, aunque sea a costa de perder dinero, pues caso contrario, según la tradición, van a tener un pésimo día de ventas… Es como un rito, es la costumbre…