—
¡Gracias! Usted realizó la primer compra del día en cuanto abrimos la persiana.
Eso nos va a traer suerte y vamos a tener un buen día de ventas.
—De
nada — respondí sorprendida. Pero, dije:
—
¿Sabe? Es la segunda vez en mi vida que me agradecen por ser la primera
compradora del día.
Entonces,
le conté que una vez estando en Santa Marta, Colombia, fui a caminar por la mañana temprano. Entré a una vieja iglesia de la época colonial
y cuando salí, en la puerta había un hombre de mediana edad, indígena. Estaba acomodando sobre una tela puesta en el
piso, unas máscaras muy lindas esculpidas
en piedra. Eran de un tamaño pequeño a mediano. Me gustaron mucho y tenían
un precio accesible. Evalué que no ocuparían mucho espacio en mi maleta, así que
compré dos, una para cada una de mis hijas.
Cuando
entregué el dinero para pagarlas, el hombre se dio vuelta repentinamente hacia
la puerta de la iglesia y juntando ambas manos como si fuera a orar,
dijo:
—
¡Gracias Diosito Mío! Gracias por mi primera venta del día.
Me
emocionó mucho la humildad de ese hombre.
Desde entonces, cada vez que voy a casa de alguna de mis hijas y veo la máscara colgada en la pared, siempre
me vuelve la imagen de este hombre arrodillado,
dando las gracias por su primera venta del día.
Contaba
esta anécdota a la vendedora y su marido,
que escuchaba atentamente nuestra conversación y hasta el momento no había emitido
palabra, intervino:
—Es que
hay toda una tradición y una creencia respecto a la primera venta del día. Por
ejemplo, en El Once, (lugar muy comercial en nuestra ciudad de Buenos Aires)
hay muchos vendedores Sefardíes que cuando abren sus puestos de venta, al
primer cliente que se acerca a preguntar un precio, le tienen que vender algo,
aunque sea a costa de perder dinero, pues caso contrario, según la tradición, van
a tener un pésimo día de ventas… Es como un rito, es la costumbre…
No hay comentarios:
Publicar un comentario