viernes, 26 de octubre de 2012

Muñecas (Cuento)


Llegaron a nosotras como herencia. Eran dos muñecos grandotes y antiguos,  hechos de pasta,  regalo de  tía Elisa.
Mi hermana y yo teníamos una muñeca  más pequeña y moderna, pero había que compartirla. Podíamos bañarla, peinarle el hermoso cabello rubio, vestirla y acunarla. Cerraba sus bellos ojos azules de largas pestañas y sonaba en su interior una canción de cuna. Peleábamos por ser la mamá, por bañarla, vestirla... Un día que estábamos en plena discusión,  apareció  tía Elisa y nos dijo:
- Les traigo de regalo mis dos muñecos bebotes de cuando yo era niña.
No podíamos creer lo que escuchábamos. Los veíamos en casa de la abuela, cuando íbamos de visita. Ni bien llegábamos, corríamos al cuarto que había sido de Elisa. Y allí  sobre la cama,  recostados en almohadones,  se encontraban los dos bebotes.   Primorosamente vestidos con ropas impecables y   hermosas puntillas almidonadas.


- Uno para cada una. Cuídenlos, miren que estos muñecos no se  puede bañar…
- Pero tía – balbuceé yo,   que era la mayor- siempre nos dijiste que iban a ser para tus hijas;  cuando las tuvieras…
Tía Elisa,  acariciándome  la cabeza y con una mirada rara,  respondió:
- No voy a tener hijos, así que ahora son para ustedes dos. Pero recuerden que no se pueden mojar.
Tan emocionadas estábamos con ese increíble regalo,  que no nos importó   bañar a los bebés.
Rápidamente cada una eligió el suyo. Por alguna razón venían sin ropa, solo con un triángulo de tela blanca que hacía las veces de pañal. Quitamos el pañal para saber si eran mujer o varón. Descubrimos que eran totalmente asexuados. Por lo cual decidimos que mi muñeco sería mujer y el de mi hermana, varón.


Ambos tenían en la pancita una pequeña membrana metálica con orificios y cuando presionábamos  sobre ella,  los muñecos decían “mamá”.
 ¡Que hermosos eran! Parecían bebes verdaderos, o al menos a nosotras eso nos parecía.
Comenzamos a buscar ropa para bebés y como conseguimos muy poca decidimos fabricarla nosotras mismas. Juntábamos trapitos, puntillas, elásticos y con ayuda de nuestra madre empezamos a diseñarles un guardarropa. Aprendimos a enhebrar una aguja, a pincharnos con alfileres y cuando finalmente los vestíamos con nuestras confecciones, los muñecos parecían unos pobres espantapájaros, pero nosotras estábamos felices y pasábamos horas con ese entretenimiento.
La otra muñeca,  la de ojos azules y largas pestañas, quedó tirada en el fondo del cajón de juguetes.
Nuestros bebotes pasaron a llamarse: Nilda y Juancito. Venían las amigas del barrio a visitar a Nilda y Juancito. Todas tocaban la pancita y ellos decían  “mamá”. Nos sentíamos  importantes y favorecíamos a nuestras amiguitas preferidas con el préstamo por un rato,  de Nilda y Juancito.

Un día de verano jugamos hasta muy tarde en el patio, hacía mucho calor. Finalmente nos llamaron a cenar y luego de un baño  fuimos a dormir.
A la mañana siguiente cuando nos despertamos recordamos que no habíamos guardado a Nilda y Juancito. En  camisón  corrimos al patio a buscarlos.  Juancito y Nilda estaban desmoronados, deshechos. Solo quedaban sus ropitas, los vidrios que semejaban ojos y una pasta color marrón suave que rodeaba la escena. Nos pusimos a llorar con desconsuelo, no nos habíamos enterado que durante la noche llovió torrencialmente. Mi hermana hurgando la ropa y entre medio de la pasta encontró la membrana, la apretó y ambas escuchamos “mamá…”

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