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miércoles, 1 de octubre de 2014

Comunicación

Hola: 
Hoy en vez de una receta de cocina va cuentito:

Comunicación (Cuento)

Agustina, es una mujer grande pero no una anciana. Se siente muy vital y sale diariamente a caminar para hacer ejercicio. Lleva un MP3 con música que va tarareando mientras camina. En el medio del recorrido se detiene un rato para descansar y aprovecha a tomar un café. Como  esto se ha transformado en una rutina de su vida,  si por alguna causa no puede salir,  Agustina extraña, se siente rara como si  faltara algo...

Siempre se detiene en algún bar de la zona, como vive  a  unas cuadras del río, los bares abundan. Pero hace un tiempo comenzó a ir a  bares de las  estaciones de servicio o despachos de combustibles. En esos lugares, bien impersonales, Agustina retira un café del mostrador y lo lleva a una mesa. Nadie le impone cuanto tiempo quedarse. Por eso le gusta, pues con un café puede permanecer un largo tiempo si lo desea y  hay mucha gente que hace lo mismo. Gente solitaria como ella, que leen un libro o  el periódico desde la primera página hasta la última… Otros están con su Ipad, Netobook y trabajan o chatean... Cada uno en su mundo, siempre con un celular al lado. Como Agustina.

Después de ir  varios días seguidos al mismo lugar está  familiarizada con todos los parroquianos. Se miran entre ellos, se reconocen, pero no se saludan. Ella tampoco lo hace.
Agustina sabe muy bien, que podría entablar conversación con alguno/a  y nadie la  rechazaría,  pero  eso le crearía un compromiso para el día siguiente, así que directamente ni lo intenta y ellos tampoco. 
A Agustina la  soledad no le molesta, al contrario, pareciera  que la disfruta y hasta la elije. Lee algún libro, escucha, o simplemente observa  lo que pasa  alrededor suyo.

Observando, fue que  se distrajo con dos personajes nuevos, nunca  los había  visto antes. Se trataba de una pareja de jóvenes enamorados.

Bonitos, más que eso,  eran hermosos. Rubios, altos  y delgados con piel bronceada, bien vestidos… Rondarían en los 25 años de edad.
Conversaban animadamente mientras tomaban un café. El miraba a la joven con una tierna mirada de enamorado. Tomaba una de sus manos y la besaba mientras escuchaba atentamente lo que ella decía. Cada tanto acomodaba un mechón del cabello de la joven, quién tenía una hermosa cabellera larga color rubio castaño. Pero lo que llamaba tanto la atención era la mirada dulce con que el joven seguía cada uno de los movimientos de su acompañante, quién sabiendo eso coqueteaba un poco. Abría su cartera, revolvía adentro, sacaba una barra de rouge,  retocaba sus labios. Luego buscaba un espejo, se miraba… todo mientras conversaban y reían.

No solo Agustina observaba,  sus compañeros fieles al  lugar, también miraban la escena con cierta emoción, quién sabe que recuerdos evocaría cada uno... No podían quitar la vista de este hermoso espectáculo. Cuanta comunicación, cuanta ternura…

En medio de este bello cuadro,  sonó una música que parecía provenir desde dentro de la cartera de la joven. Ella interrumpió la conversación, abrió y extrajo un móvil. Comenzó a leer la pantalla y allí mismo se puso a escribir. Mientras tanto su compañero aguardaba a que terminara. Este, aún trataba de retenerle una mano para continuar con sus caricias, pero con una sola mano ella no  podía escribir y sostener el móvil, así que desistió y se la soltó. Daba la sensación de que la muchacha contestaría el mensaje y todo iba a estar como antes. Pero no, porque evidentemente la conversación por mensajes continuaba. 

El joven enamorado se apartó un poco y su rostro ahora estaba serio. Al momento, su chica le mostró la pantalla y comenzaron a hablar sobre lo que allí figuraba. Entonces,  él extrajo su propio móvil de un bolsillo de su chaqueta,  y ambos se mostraban mutuamente  sus pantallas. El paso siguiente fue que cada uno se acomodó en un rincón y tecleaban afanosamente en sus móviles. Agustina observaba todo esto y se preguntaba:
– ¿Se escribirán entre ellos?
 –  No – respondía para sí misma. - ¿Cómo iban a hacer eso si estaban uno al lado del otro?
Pasó un rato largo y seguían en la misma situación.
– ¡Qué pena! – pensó Agustina. – Parecían tener tan buena comunicación que por un instante creí…
– ¡Bahh! – hizo un gesto de fastidio  – Se ve que soy una romántica empedernida.

Los parroquianos no los miraban más. Cada cual volvió a su periódico, a su Netbook… Es que ya no llamaban la atención, pues no eran lo que habían aparentado en un principio.

Agustina se levantó y decidió seguir  con su habitual caminata.

viernes, 26 de octubre de 2012

Muñecas (Cuento)


Llegaron a nosotras como herencia. Eran dos muñecos grandotes y antiguos,  hechos de pasta,  regalo de  tía Elisa.
Mi hermana y yo teníamos una muñeca  más pequeña y moderna, pero había que compartirla. Podíamos bañarla, peinarle el hermoso cabello rubio, vestirla y acunarla. Cerraba sus bellos ojos azules de largas pestañas y sonaba en su interior una canción de cuna. Peleábamos por ser la mamá, por bañarla, vestirla... Un día que estábamos en plena discusión,  apareció  tía Elisa y nos dijo:
- Les traigo de regalo mis dos muñecos bebotes de cuando yo era niña.
No podíamos creer lo que escuchábamos. Los veíamos en casa de la abuela, cuando íbamos de visita. Ni bien llegábamos, corríamos al cuarto que había sido de Elisa. Y allí  sobre la cama,  recostados en almohadones,  se encontraban los dos bebotes.   Primorosamente vestidos con ropas impecables y   hermosas puntillas almidonadas.


- Uno para cada una. Cuídenlos, miren que estos muñecos no se  puede bañar…
- Pero tía – balbuceé yo,   que era la mayor- siempre nos dijiste que iban a ser para tus hijas;  cuando las tuvieras…
Tía Elisa,  acariciándome  la cabeza y con una mirada rara,  respondió:
- No voy a tener hijos, así que ahora son para ustedes dos. Pero recuerden que no se pueden mojar.
Tan emocionadas estábamos con ese increíble regalo,  que no nos importó   bañar a los bebés.
Rápidamente cada una eligió el suyo. Por alguna razón venían sin ropa, solo con un triángulo de tela blanca que hacía las veces de pañal. Quitamos el pañal para saber si eran mujer o varón. Descubrimos que eran totalmente asexuados. Por lo cual decidimos que mi muñeco sería mujer y el de mi hermana, varón.


Ambos tenían en la pancita una pequeña membrana metálica con orificios y cuando presionábamos  sobre ella,  los muñecos decían “mamá”.
 ¡Que hermosos eran! Parecían bebes verdaderos, o al menos a nosotras eso nos parecía.
Comenzamos a buscar ropa para bebés y como conseguimos muy poca decidimos fabricarla nosotras mismas. Juntábamos trapitos, puntillas, elásticos y con ayuda de nuestra madre empezamos a diseñarles un guardarropa. Aprendimos a enhebrar una aguja, a pincharnos con alfileres y cuando finalmente los vestíamos con nuestras confecciones, los muñecos parecían unos pobres espantapájaros, pero nosotras estábamos felices y pasábamos horas con ese entretenimiento.
La otra muñeca,  la de ojos azules y largas pestañas, quedó tirada en el fondo del cajón de juguetes.
Nuestros bebotes pasaron a llamarse: Nilda y Juancito. Venían las amigas del barrio a visitar a Nilda y Juancito. Todas tocaban la pancita y ellos decían  “mamá”. Nos sentíamos  importantes y favorecíamos a nuestras amiguitas preferidas con el préstamo por un rato,  de Nilda y Juancito.

Un día de verano jugamos hasta muy tarde en el patio, hacía mucho calor. Finalmente nos llamaron a cenar y luego de un baño  fuimos a dormir.
A la mañana siguiente cuando nos despertamos recordamos que no habíamos guardado a Nilda y Juancito. En  camisón  corrimos al patio a buscarlos.  Juancito y Nilda estaban desmoronados, deshechos. Solo quedaban sus ropitas, los vidrios que semejaban ojos y una pasta color marrón suave que rodeaba la escena. Nos pusimos a llorar con desconsuelo, no nos habíamos enterado que durante la noche llovió torrencialmente. Mi hermana hurgando la ropa y entre medio de la pasta encontró la membrana, la apretó y ambas escuchamos “mamá…”

viernes, 7 de septiembre de 2012

Una mañana de playa

Estaba disfrutando del sol en una playa, cuando apareció  un matrimonio con una bebita de unos dos años y una niñera. Llamaron mi atención inmediatamente. Tanto, que  no podía dejar de observarlos.


     Un mozo  armó cuatro sillas de playa, una sombrilla,  una mesita y se instalaron.
            Los padres de la niña se veían  juveniles, lindos y parecían tener un nivel de vida alto.  Con muy buena  vestimenta, hermosos juguetes para la niña y traían una niñera a veranear con ellos.
Luego de acomodarse, ambos padres se dispusieron a tomar sol, mientras la niñera, que no tenía traje de baño, sino una  bermuda y remera, corría detrás de la niña.


            El hombre se recostó y se calzó unos anteojos oscuros que   no dejaban traslucir ningún gesto  de su rostro. La mujer era muy bonita. Rubia, con cabello largo y suelto hasta media espalda. Lucía una hermosa malla de dos piezas que mostraba un cuerpo perfecto; sin estrías y con una piel muy cuidada. La niña se parecía a los padres, era muy rubia y flaquita. Hablaba sin parar, se escapaba hacía la orilla del mar y la niñera la seguía pegada a ella.
De pronto la niñera giró hacía donde yo me encontraba y pude ver a  una mujer mulata de unos 35 años, de aspecto humilde. Me sorprendió la expresión de tristeza que emanaba de sus ojos. Se mostraba muy amable con la niña tratando de hacerla jugar, pero no sonreía, sus ojos estaban sumamente tristes. Eso hizo volar mi imaginación. “¿Que le podría suceder  a esta mujer estando en esta hermosa playa? Parecía a punto de llorar en cualquier momento.  “¿Sería por sus  propios hijos?” Tal vez tenía 2 ó 3 niños pequeños que debía dejar al cuidado de otros para trabajar… Todo pasaba por mi mente mientras la veía perseguir a la niña.
Mientras tanto la madre, untaba su cuerpo con  cremas. Lo hacía con  esmero  acariciando sus brazos y sus muslos de  manera seductora. Simultáneamente conversaba con su marido, pero él apenas respondía. Luego que terminó con las cremas,  siguió con el arreglo de su cabello y cuando finalmente decidió recostarse y tomar sol, la niña se acercó a pedirle algo. La mamá le contestaba muy bien, le daba juguetes y parecía tener un muy buen trato con la niñera.  A su vez esta,  hacía todo el esfuerzo  por llevarse a la pequeña  y dejar a los padres tranquilos tomando sol.
La niña insistía  escapando del lado de la niñera. Se sentaba ya sea cerca del padre o de la madre, siempre tratando de llamarles la atención. El padre ni se movía. En cambio, la madre en un momento tomó su cartera y  fue hacia la zona de los  kioscos. En ese rato quedaron solos el padre, la niñera y la niña. Fue entonces que el padre, que antes ni se movía,  se incorporó rápidamente de su silla playera, se quitó los anteojos oscuros y empezó a hablar muy animadamente con la niñera. Esta le contestaba solo con movimientos de cabeza,  pero yo desde mi lugar de pocos metros de distancia, percibía la incomodidad de la mujer de ojos tristes. A tal punto, que tomó a la niña de una mano y  la llevó a juntar conchillas por la  playa.
Luego de un rato regresó la madre con golosinas y también regresaron la niña y la niñera. La escena  volvió a como había comenzado. El hombre se recostó y reanudó  su mutismo.
Surgieron tantas probables historias en mis pensamientos:
 El señor  quería conquistar a la niñera y aprovechaba el rato en que su bella mujer se iba,  para asediarla. La niñera que era una mujer decente  estaba sobre aviso. Sentía aprecio por su patrona. La trataba tan bien… Ella no quería ocasionar problemas en la pareja y además necesitaba tanto ese trabajo… De él dependía el sustento de sus tres hijitos.  Por eso su mirada triste, y su intento de evitarlo cuando tomó a la niña y se fue a caminar.
 La esposa, tan bonita, no  sospechaba nada.  Joven y moderna pero algo ingenua ignoraba los avances de su marido.  El hombre arriesgaba tener una aventura con  la niñera de su hija  que para más ni siquiera era  bonita. Se sentía aburrido de una esposa tan bella y tan perfecta. Eso estaba bien para lucirse con los amigos, con sus jefes y compañeros de trabajo. Pero vivir con alguien tan perfecto todos los días era difícil.  

Estaba en esas cavilaciones cuando una voz potente me trajo a la realidad:
- El sol está muy fuerte. ¿Que te  parece si nos vamos? –interrumpió mi marido.
Resignada a  quedarme sin final, cerré mi silla playera  y nos fuimos.
 En el camino de regreso  le narré lo visto y también hablé sobre mis sospechas.  Se rió burlonamente y me dijo:
- Siempre estás inventando historias. ¿Por qué imaginás a  la mujer tan perfecta? ¿Solo por ser bonita? ¿Y si era bella,  pero tipo bruja?
No solamente  quedé sin final, sino que se  ampliaron mucho mis dudas…

martes, 31 de mayo de 2011

A IMAGEN Y SEMEJANZA

Cuento de Mario Benedetti
Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. 


Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. 

Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. 

Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. 

Después llevó a cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.  
                                                                            FIN

viernes, 28 de enero de 2011

UN CUENTITO HERMOSO!

La noche de los feos (Mario Benedetti)
Primer parte

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

domingo, 9 de enero de 2011

Un día con mi nieta Sofía

Eduardo Galeano
 Se que  este texto es muy conocido, pero es tan divertido que se puede reeler más de una vez. (María)
Mañana te dejo a tu nieta por un rato -dijo muy suelta de lengua mi hija.
Y me lo dijo así, como si yo hubiera parido una nieta y me la vinieran a devolver.
No es que me moleste, más bien me muero por ella pero... ¿así?.¿cómo si yo hubiera abandonado a algún niño en una canasta?
Me la trajo tempranito envuelta en camperas, bufandas, guantes, gorras y todas esas cosas que les ponen las madres a nuestros nietos y que nosotros les poníamos a ellas y ahora nos damos cuenta de que era un disparate.
No hay como cambiar de lugar del mostrador para avivarse de algunas cosas.
- No me le des chicles que el dentista lo pago yo, ni Coca Cola, nada con colorante, fijate la fecha de vencimiento de lo que le das, que no se desabrigue que acá adentro está muy frío, si ves que transpira sacale el gorro, que no coma chupetines porque se ensucia y con esta lluvia no se me seca la ropa con nada, si van a salir, tapale bien la boca, si se aburre, en la mochila trajo unos jueguitos para la playestation -dijo cerrando la puerta y continuó dando órdenes por el pasillo.
- Sí, mi amor, tengo un chicle de banana, y para después tengo un chupa chup de coca cola.
- Siéntese por acá que le voy a enseñar a jugar al ludo, ya tiene cuatro años y tendría que saber. Usted juega con las fichitas rojas, si saca seis..., no, mi amor, el dado no se tira así, ¿su mamá no le explicó que no gana el que lo tira más lejos?
Ya van tres veces que tengo que correr la heladera para sacar el dado.
¿No le gusta el ludo mi amor? ¡¡¿Ya se aburrió del ludo mi amor?!!
Bueno..., le voy a enseñar a jugar al robo montón... Si tiene una sota..., la sota es la señora de... ¿tampoco le gusta? Entonces de la escoba de quince ni hablamos ¿no?
Mijita..., yo a su edad jugaba con tres palillos de ropa y dos chapitas durante horas y horas y usted ya me cambió de juego tres veces en dos minutos.
¿Sabe una cosa? Nos vamos a las hamacas y al arenero ¿Cómo que su madre la reta si se ensucia con arena?
En la esquina nomás le saqué la bufanda, los guantes, el abrigo y todo lo que le había puesto la madre para que se moviera poco. ¡Ay Sofía! ¡Faltó que le pusieran un ombliguero nada más!
Pise..., pise ese charco..., déle, déle que nadie nos ve.
Sí, agarre ese palito y vaya pasándolo por la pared y por las rejas..., dele..., que yo lo hacía y no me morí...., patee esa lata..., pise solo las baldosas blancas..., gire alrededor de esa columna..., corte esa flor para llevarle a su madre..., no pise la sombra..., déle..., tírele una piedra a ese perro que se quiere comer al abuelo..., cuélguese de esa rama que está bajita...
¿Al shopping? ¡¡¿¿¿AL SHOPPING???!!! ¡Noooooo! ¡¡Nuncaaaaa!! ¡¡Yo a ese antro de perdición no entro aunque me lo pida mi nieta!!!
- Buenas tardes... ¿Ropería tienen...? Ah..., bueno.
Metí el mate y el termo en la matera porque no tenía claro si dejan tomar mate en el shopping.
Cargué con la ropa que le había sacado a Sofía y le agregué mi campera porque había 15 grados de diferencia entre la placita y ese lugar maldito.
Mi nieta empezó a moverse como si hubiera nacido allí.
Yo estudiaba cada paso que daba por temor a equivocarme.
Sofía llamó por el nombre de pila a la vendedora de pororó y me hizo comprarle una caja de las grandes.
Cuando yo estaba pagando enfiló corriendo para la escalera mecánica y a mí casi me da un ataque.
Corrí lo más rápido que pude cargando con la ropa, la matera, desparramando el pororó por el piso al grito de ¡¡Sofíaaaa!!!! ¡¡¡¡Cuidadooooo, esa escalera te puede mataaaar!!!!!!
Detengan a esa niñaaa!!! ¡¡Paren la escalera!!!! ¡¡Se va a tragar a mi nieta!!!! ¡¡¡Alguien que pare la escaleraaaa!!!
Un guardia de seguridad me quiso llevar detenido mientras mi nieta me hacía adiós con su manita abierta subiendo lentamente hacia la zona de restaurantes.
Regresó solita  por la otra escalera y le explicó al guardia que yo era su abuelo y que me había traído al shopping.
- “Es mi abuelo, nos vamos al cine Pablo”.
-¿De Walt Disney dan alguna? -pregunté a una chica igualita a la que me dijo que no había guardarropa.
Seguro que ya se lo habían preguntado muchas veces, porque se rió y me miró como diciéndome... “No, de Walt Disney hoy no damos”
No habíamos dado ni tres pasos cuando tuve que comprar otra caja de pororó y dos vasos de Pepsi de los grandes.
Nunca pensé que podría ser tan largo el recorrido hasta la butaca.
Le pedí a mi nieta que se agarrara de mi campera porque me quedé sin manos para ella.
Un vaso llenito hasta el borde en cada mano, la caja de pororó llevada con los dientes, la matera colgada, los guantes, la bufanda, las camperas y la gorra sobre mis brazos a modo de un bebé.
Cuando vi el escalón a lo oscuro, mi instinto de abuelo no consiguió frenarse y grité:
- “¡Cuidadooo Sofía!”
Cualquier idiota sabe que cuando uno abre la boca para hablar se le cae lo que esté agarrando con los dientes.
Yo también lo sabía, pero mi cabeza piensa más lento que mi corazón.
De cualquier manera lo que más me molestó fue la risita de algunos padres piolas, la patada que me dio el tipo al que bañé con pororó y los insultos de la señora que limpia.
El resto, bien.
Necesité diez minutos más para acomodar en la oscuridad todo lo que había llevado al santo botón.
- Abuelo... -dijo casi en secreto mi nieta - ¿no quedó pop?
- ¿Pochoclo? –le pregunté.
- ¿Pocho qué?- dijo mi nieta y tuve que ir a buscar más.
Como no me animé a dejarla sola en lo oscuro y como vi a un par de nenes con cara de delincuentes sentados allí cerquita, resolví agarrar todas las cosas (incluyendo a Sofía) y repetir la operación otra vez.
Tomé un trago bien grande de ambos vasos para que no se me volcara y allá fuimos otra vez de excursión.
Nos perdimos el principio de la película.
-Esta ya la vi, abuelo -dijo mi nieta con absoluta seguridad.
- ¿Cómo que ya la vio?!! ¡Es Robot!! ¡Es un estreno!
- Ya la vi abuelo. ¡El papá de una compañerita del colegio las baja por Internet.
- Bueno, mi amor, no importa..., vamos a verla otro poquito que me gasté 250 pesos en las entradas.
- Ahora ese robot se va a desarmar..., ¿viste abuelo? Ahora agarra su cabeza con la mano. ¡Te lo dije! ¡Vamos a los jueguitos, abuelo, vamos a los jueguitos!
¡No, no y no! No es que me molesten las maquinitas, directamente las odio. No puedo ver como pasan horas y horas enfrente a las pantallas donde se cruzan autos o aparecen monstruos disparando.
- No mi amor, discúlpeme, pero eso es lo último que haría.
- ¿Me das 4 fichas, por favor? -le dije a una chica igualita a la que vendía Pepsi, pochoclo y entradas de cine.
El ruido me  perforó los oídos..., en una máquina un tipo tiraba con una ametralladora hacia una pantalla y el que parecía su hijo se le colgaba de los pantalones llorando para que le dejara hacer un tirito.
En otra máquina un niño de 8 o 9 años trataba de embocar una pelota de básquetbol en un aro, le pregunté por que no iba a la placita y me dijo algo de mi mamá.
Dos niños que parecían sus hermanitos lo aguardaban en unos changuitos. Les pregunté por la madre y me dijeron que estaba al lado, en las maquinitas para grandes.
Contra el pool, cuatro niños de 10 o 12 años pasaban tiza a los tacos y solo faltaba el humo de los puchos subiendo hacia la luz tenue que se balanceaba sobre el paño azul.
No pude encontrar ningún juego para mi nieta, así que dejé más de 200 pesos en fichas tratando de agarrar con una pinza unos ositos de peluche que no salían más de 30 pesos.
No es lo mío..., no consigo coordinar en ese juego, cuando quiero abrir la pinza, suelto la campera. Cuando quiero largar la pinza tiro la matera.
Sofía por suerte sacó un caballito azul y me lo regaló.
- Dale abuelo -me dijo - llevame a comer algo, tengo hambre.
- Bien..., seguro que a la vuelta encontramos un frankfrutero.
- No, abuelo, llevame a Mac Donald’s.
- ¡Nooooooo! ¡No, no, no y no! Nunca entraré a ese lugar en que muelen desperdicios y los transforman en comida, cortan pedacitos de plástico y los ponen en bolsitas de papas fritas ¡Noooo! ¡Ni siquiera por vos, Sofía!
- Un happy meal, sin ketchup, sin queso y una coca -le dije a una chica igualita de la del cine, las maquinitas y el pororó...
- No -me contestó- a Sofía le gusta con queso. ¿Y para usted?
- Ehhh..., un chorizo con picantina, hongos y criolla.
Algo que no entendí pasó en ese momento, porque se rió igual que la de Walt Disney y me dio solo el pedido de Sofía.
Mi pequeña “nieta zapping” no había terminado de comer cuando se metió en el pelotero y en unos tubos enormes junto a una manga de foraj... de niños que disfrutaban del sábado.
Cargado de mi equipaje, más los jueguitos que traía la cajita y el caballito azul me asomaba de a ratos a unas ventanitas de vidrio en las alturas para ver si todavía respiraba.
Dos veces me tuve que meter en los tubos (sin largar la ropa) porque Sofita no se animaba a tirarse.
- ¿Qué le parece si nos vamos? El abuelo está cansado, con frío y transpirando.
- ¿Al baño? ¿No aguanta hasta llegar?
Yo temía este momento, sabía que me podía pasar.
- Sofiita, escúcheme un poquito, mi amor, yo no puedo entrar al baño de las niñas, aguántese hasta llegar.
-No, abuelo -me dijo- no aguanto más.
-Bien..., ¿qué va a hacer en el baño? -pregunté y me preparé para la peor respuesta.
- Caca, abuelito.
Volvimos al shoping y cuando nadie me vio me metí en el baño de las mujeres y me escondí atrás de una puerta esperando que mi nieta me avisara.
- Ya está abuelo, limpiáme -gritó mi nieta.
-Voy Sofiita -le dije y me topé con una vieja que salía subiéndose la bombacha desde una de las puertas.
Lo que siguió fue muy triste, me golpeó fuerte con un paraguas al grito de de-ge-ne-ra-do.
Así, una sílaba, un golpe de paraguas: ¡De-ge-ne-ra-do!!
Y me pegó hasta que llegó el guardia que por radio pidió ayuda a sus compañeros.
Ayuda precisaba yo.
Mi nieta se la tuvo que arreglar sola una vez más y mientras se acomodaba el pantalón les dijo:
- Es mi abuelo otra vez Pablo..., ya me lo llevo.

Eduardo Galeano -escritor