Lo conozco hace muchos años. Siempre lo ví andando en
bicicleta. Creo que no tengo en el recuerdo una imagen de él caminando como
cualquiera de nosotros. Pero si parado al lado de su bicicleta, sosteniéndola mientras charlaba conmigo o con algún vecino.
Amable, cordial, simpático y buen mozo. Sí, buen mozo, pues era alto, delgado, de rostro agradable y con mucho
cabello.
Pasaba montado en su bicicleta y saludaba con la mano. Me
llamaba la atención que siempre llevaba prendidos dos broches de colgar la
ropa, en los dobladillos de su pantalón.
A veces iba cargado con bolsas de compras o con un maletín de
herramientas, pero siempre arriba de su bicicleta, incluso lo he visto en días
de lluvia envuelto en una capa especial.
Pasaron muchos años,
envejecí. Pero el hombre de la bicicleta
lo hizo aún más que yo, pues me lleva varios años.
A veces lo veo, ya no va por el medio de la calle. Maneja
despacito y se desliza por los costados, cerca del cordón. Sigue siendo delgado
y mantiene aún algo de su línea, pero tiene el cabello blanco y su rostro está
surcado por arrugas… Me saluda como siempre,
levantando la mano.
Hace pocos días me lo crucé, me llamó mucho la atención…
Iba montado en su bicicleta, pero ahora, andando sobre la vereda. Por primera vez no me
reconoció y tampoco me saludó. Estaba
atento tratando de esquivar a la gente y casi no pedaleaba, solo se deslizaba.
No se si él arrastraba a la vieja bicicleta o ella lo llevaba a él. Pero ahí
estaban todavía, juntos, “El hombre y su
bicicleta”.