lunes, 25 de febrero de 2013

Santa Rita Santa Rita…

Contribución de Marisa (lectora de este blog) Muchas Gracias!!


¿Cómo es que una simple cena puede transportarnos a lugares insólitos? Que sucede para que una comida, un lugar, una compañía nos abran las puertas que conectan entre sí a los sentidos y se transforme en una experiencia única? Un complejo misterio seguramente. Lo que puedo asegurar es que hay un lugar en el que todas estas sensaciones me fueron reveladas. No una, sino cada vez que voy a Santa Rita. Y Santa Rita no es sólo un restorán de frutos de Mar Argentino, como se describe en las guías. Es Billi, su dueño y mi amigo, secundado por las manos mágicas de Laurita que revolotean en la cocina, la alumna que superó al maestro y sus ayudantes, y es una combinación mágica  de factores imperceptibles que dan como resultado que uno se sienta envuelto por un halo agradable, como en los brazos de un ser querido.


Para describir mínimamente el fenómeno Santa Rita hay que comenzar por el principio, desde el cordón de la vereda
 Una esquina en Adrogué alejada del centro, enclavada entre los chalets ingleses del que supo ser barrio de Borges como le gusta mencionar a Billi. El verde, la tranquilidad, las ventanas abiertas y la brisa del verano que entra libremente y se adueña del interior, luego de ser marginada por las confiterías blindadas y refrigeradas del centro, invitándonos a nosotros también a entrar. Esa esquina, casi imperceptible, con sus ladrillos desnudos es el comienzo de Santa Rita.
 La sobriedad de su exterior será sólo un recuerdo cuando ingresemos. La calidez gana el primer impacto, como haber entrado a un lugar que estaba en nuestra memoria genética antes de nacer. Un cocoliche de objetos en desuso, herramientas, botellas, cajas, afiches, fotos y elementos del antiguo almacén se hallan a gusto sobre las estanterías de madera, sobre la  barra de estaño o reflejados por la luz tenue en el brillo de la pinotea encerada. Suenan discos de pasta desde la habitación contigua, tangos, Edith Piaf, lo que haya. Foto viviente de una época que se funde con naturalidad con el ir y  venir de platos y copas y el aroma a flores que llega desde el jardín. 6 mesas en el salón, una más la habitación de la fonola y dos afuera, en el jardín. Eso es todo. Pero no todo.


Atravesando ese jardín nos encontramos con el “alter Santa Rita”. Hacia el fondo está el quincho, para quién quiera intimidad. Ahí podrá recostarse en el amplio sillón a disfrutar de una cena VIP frente a las máquinas de cerveza y el horno de barro de uso exclusivo para las ocasiones en que hay cochinillo.
Volviendo al jardín está la parrilla con algún coloso del mar asándose en toda su extensión, y junto a la barra de madera se acoda literalmente “la barra”, porque si hay algo que caracteriza a Santa Rita, y especialmente a Billi es la pasión por cultivar el personajódromo, como lo llama un amigo integrante de dicha estirpe. Quien aquí suscribe también es considerada parte de estos “amigos de la casa”, artistas cuyos talentos no han sido todavía descubiertos por el mundo pero que en Santa Rita ya ganaron título honorífico. Así es que si uno llega hasta la parrilla podrá conocer seguramente a alguno de los tantos Maestros que gentilmente Santa Rita supo alimentar en cuerpo y alma.
Si uno ya es parte de esta Familia tendrá el honor de seguir atravesando umbrales, y podrá ingresar en la cocina, mi lugar favorito.  Aquí es donde se produce el hecho, la merma, el pulmón que hace respirar a la Bestia. Tengo el honor de tener el pase liberado a la cocina, de poder emplatar, servir, probar, lavar copas y decorar postres. Alguna vez me di el gusto de sugerir algún  aditivo que fue aceptado con éxito. Aunque todavía no pisé el último peldaño, hacer la tortilla de papas, tarea exclusiva de Billi, Laura y algunos pocos elegidos. Hay secretos involucrados en la tortilla que no todos pueden saber, pero no pierdo las esperanzas. Sí, definitivamente la cocina de Santa Rita es mi lugar predilecto, y cuando puedo, que no hay muchas corridas me instalo allí.
Al fondo están las dos habitaciones que dispone Billi para su propia vivienda y de sus hijos, que también hacen de oficina administrativa y de albergue para algún amigo que volcó en el transcurso de la noche.
Y un último y secreto lugar, de acceso restringidísimo. El sótano. Allí, entre botellas y telarañas descansa la figura de la Santa, que ni Billi se animó a remover cuando compró y restauró el viejo Almacén. Ahí está todavía, velando a todos desde el subsuelo.
Pasemos a la comida, otro de los elementos fundamentales, pero sólo otro más. Transcribo el menú de este jueves, que fui a festejar con mi compañero el Día de los Enamorados.


Billi nos ofreció la única carta, que es la de bebidas. Por supuesto que no tuvimos necesidad de mirarla. -Traenos tu cerveza, la que quieras. Nos trajo una Golden Ale con la que ya nos podíamos haber alimentado y una panera con las artesanías de Laurita: grisines enroscados, bollitos y pancitos arrollados con queso.
Llegó la entrada, unas tapas de salmón rosado sobre una pastita verde de ajo con alguna hierba, un pincho de tentáculo de pulpo sobre una papa al pimentón dulce, mini empanada gallega y filetitos de pejerrey marinado. No me acuerdo si algo más también.
Interín para escuchar al Maestro al piano (previa presentación personal de su nuevo descubrimiento, un director de orquesta,  compositor y arreglador de sólo veintipico de años) y luego el primer plato. Brochettes de calamar y langostino acompañadas por paella, repleta de bichitos con y sin conchas.
 Una vueltita por el jardín, un poco más de cerveza heladísima, otra entrada del Maestro, y el 2º plato. La pesca del día (a nosotros nos tocó un trozo de salmón blanco de 1kg aprox.) con ensalada de rúcula y semillas de girasol tostadas.
Para cerrar el menú, desgustación de postres. Un plato grande y dos cucharitas para probar la mousse y la ganache de chocolate, el parfait de banana, salsa de frutos rojos, lemon pie, cheese cake de chocolate, peras al Malbec y un apple crumble tibio.
Buena comida, buena bebida, lugar encantador, música en vivo, cuando no baile y/o exposición plástica. Pero la cena para el recuerdo no estaría completa sin el ingrediente fundamental de este lugar, su anfitrión. El Billi yendo y viniendo con su babucha colorida y poniendo sobre las mesas lo que cree que está faltando, un cambio de bebida, una anécdota, una palmada en la espalda o una servilleta. Se escuchan fragmentos de la anécdotas inacabables del lugar, algunas ya conocidas, con Mastroianni como protagonista cuando filmaron allí “De eso no se habla”, y siempre alguna novedosa, porque pasa mucha gente y pasan muchas cosas en Santa Rita.
Uno va a Santa Rita a entregarse, a comer lo que le dan, a escuchar lo que le cuentan o lo que tocan, a ver lo que hay, a disfrutar y a creer en la magia. Eso sí, no pidas un salero. Billi lo va a traer, dejará la sal sobre la mesa, y posiblemente te invada la sensación de que no entendiste nada de nada.
Gracias Santa Rita por otra velada inolvidable.
Marisa

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