viernes, 24 de septiembre de 2010

CAPÍTULO 5. FIN DE LA PEQUEÑA EMPRESA FAMILIAR

LA PESTE

A esta altura de los acontecimientos, tanto las niñas como  Marta, estaban hartas de los benditos pollos... Pero no habían terminado aún sus desventuras.

 A los pocos días de estos sucesos se declaró una peste en el gallinero. Los pollos aparecieron con granos rojos en  sus patas. Carlos recurrió urgentemente otra vez  a los libros y se llevó incluso un pollo enfermo, al negocio del gallego, para ver si este sabía que podía ser.

Hicieron preparar un líquido color rojo,  en la farmacia. La indicación era  que dos  veces por día,  tendrían  que  pasar el preparado mediante un pincel,  a cada pollo y sobre las heridas,.
  Esa trabajo lo van a hacer ustedes dos y ¡Ojo!, que están bajo vigilancia por lo que  pasó con el perro – advirtió Carlos.
Ahora, antes de ir a la escuela y cuando volvían, tenían que hacer las curaciones a los pollos. Las niñas  no salían más a jugar con las amigas, estaban muy ocupadas y  muy tristes.
A los 7 u 8 días empezaron a desaparecer las lastimaduras de los pollos  y estos siguieron su desarrollo normal. Estaban tan grandes y hermosos que se dio por superada la epidemia.

GALLINAS DE RAZA

Carlos comenzó a comprar maderas, alambre tejido, perfiles de hierro...
— ¿Para qué es todo esto? – preguntó Verónica
— Para la siguiente etapa. Los pollos  están lo suficientemente grandes como para que pasen al jaulón de las ponedoras – explicaba a sus hijas y a su mujer.
Nuevamente realizó planos, dibujos, tomó medidas, cortó maderas y preparó el terreno.
Para armar el jaulón de las ponedoras, se necesitaba mucho espacio. Quitaron un  hermoso árbol de naranjas y otro de ciruelas.
Carlos  ingeniosamente fabricó un enorme jaulón.
Los pollos pasaron a llamarse Gallinas, pues habían ascendido de categoría.
El jaulón medía unos 5 metros de largo por 1,20 de ancho. Tenía forma de chalet con techo a dos aguas. El piso, estaba a unos 50 cm sobre nivel del suelo y era de  alambre tejido muy pequeño, lo suficiente, como para que las gallinas pudiesen caminar sobre esa superficie y que los excrementos cayesen al piso.
 El suelo tenía la tierra triturada en pedacitos muy pequeños y había que removerla cada 2 días,  para que pudiese absorber los desperdicios y fuese higiénico.
Los comederos y bebederos se repartían equitativamente colgados desde afuera.
 Para que las jóvenes gallinas se sintieran a gusto, Carlos les construyó varios nidos en altura. Ahí pondrían  los huevos.
Verónica y Graciela serían las encargadas de recolectar una vez por día los huevos. Para eso su padre les entregó una hermosa canasta de mimbre.

UN BUEN CONSEJO

Pasaron varios días y las gallinas no se decidían a poner huevos. Las niñas estaban ansiosas.
En el barrio,  los vecinos estaban muy interesados en ver como seguía el experimento de Don Carlos y su familia. Realizaban periódicas visitas al jaulón y daban sus consejos.
— Mire Don Carlos — le dijo uno de ellos. A mí me parece que estas gallinas necesitan un gallo. Ud. consiga un buen gallo y va a ver como empiezan a poner huevos.
Carlos lo pensó, y a los pocos días trajo un hermoso gallo joven, eso sí, de la misma raza: New Hampshire.
Fue un buen consejo, al poco tiempo aparecieron los primeros huevos. Hermosos, grandes y marrones. Pero...  no eran tantos como  esperaban.
Los vecinos ofrecían comprarlos, pero la intención no era venderlos así, sino en cantidad. Entonces, cuando venían a pedir, Carlos, les regalaba algunos.

El gallo era muy cumplidor; todos los días a las 5  de la madrugada despertaba a la familia con su agudo: — ¡¡Quiquiriquí!! ¡¡Quiquiriquí!!...
Las gallinas estaban muy bien alimentadas y llevaban una vida  cómoda,  de manera que engordaban cada vez más. Carlos suponía que era mérito de la raza New Hampshire. Las comparaba con las fotos de sus libros y verdaderamente estas, hasta parecían más grandes que la de los libros.

UN GALLO BRAVO

Para las niñas  era muy divertido recoger diariamente los huevos en la canasta, pero la cantidad estaba muy lejos de lo programado.
Un día Carlos dijo que tenía que sacar a las gallinas y al gallo del jaulón, porque tenía que hacer unos arreglos.
Las aves estaban sueltas por el fondo y picoteaban todo lo que encontraban. El gallo vigilaba atentamente su harem. Era muy fiero y nunca permitía que nadie se acercara  mucho a sus gallinas. Si alguien lo hacía, se encrespaba avanzando como para pelear. Parecía más un gallo de riña que uno de gallinero. Hasta Pepo aprendió a respetarlo, a fuerza de varios picotazos recibidos en su hocico.
Carlos eso lo veía como otro mérito más de la raza New Hampshire.
Mientras  reparaba el jaulón asistido por Verónica,  a Graciela se le ocurrió acercarse al gallo y jugar a que ella, era otro gallo y lo enfrentaba.
— Cocorocó – le decía mientras se le acercaba y alejaba.
- ¡Cocorocó! Gallo – insistía.
El gallo comenzó a contestarle avanzando, por lo cual Verónica le advirtió:
— Tené cuidado,  te va a dar un picotazo.
— Que me va a dar – desafíaba Graciela muy divertida
— ¡¡Cocorocó!!  Gallo.
De pronto, el gallo se le tiró encima. Graciela empezó a correr y el gallo la corría por detrás. Dieron dos giros alrededor del jaulón mientras gritaba desesperada.  Carlos y Verónica corrían detrás del gallo tratando de agarrarlo. Pero no hubo caso, el gallo le alcanzó en una pierna, dándole un terrible picotazo.
Carlos tomó al gallo del pescuezo y ahí mismo lo mató.
A Graciela  le hicieron curaciones, pero tenía una herida bastante profunda. Llevaría una cicatriz de por vida, en recuerdo a la raza New Hampshire..

Al día siguiente cuando llegaron las niñas del colegio, le preguntaron a Marta, como todos los días:
— Mami, ¿Qué hiciste de comer?
— Bueno... Un estofado de pollo...
— ¿De pollo? – preguntaron ambas
— No. La verdad, es que cocinamos al gallo. No es muy tierno... pero está rico – Marta, sonreía y  trataba de consolar a las niñas.

Fue el comienzo del fin.
Las gallinas que nunca habían puesto muchos huevos, ahora sin el gallo ponían menos aún.
Carlos perdió totalmente el interes en el tema y no se hizo más cargo del gallinero.
La única que les daba de comer era Marta. Para ella, el trabajo era excesivo, así que planteó:
— O  vendían las gallinas o se iban consumiendo en las comidas.
Aprendió a disgusto, a matarlas, sacarle las plumas y las entrañas.  Inventaba nuevas recetas: puchero de gallina, cazuela de gallina, gallina en escabeche...
En la casa se comía gallina una o dos veces por semana. Las últimas las regalaron a algún familiar o vecino.
Luego de un tiempo, Carlos confesó, que las gallinas no ponían la cantidad huevos esperados, porque habían engordado  demasiado. La buena vida las había achanchado.

                                                                        FIN

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