Por fin, llegó el día. Carlos se levantó muy temprano y partió; ni siquiera Marta sabía donde iba. Regresó al atardecer con una incubadora y 50 huevos grandes, color marrón.
Sonreía solo. Estaba muy contento.
Decidió armar la incubadora en el comedorcito diario. Este era un espacio más bien reducido, en el medio de la casa. Allí daban las puertas de: el comedor, dos dormitorios, el baño y la cocina.
Normalmente la familia hacía sus comidas en ese lugar y además sobre un confortable almohadón, dormía Pepo. El cachorro salchicha de la casa.
Normalmente la familia hacía sus comidas en ese lugar y además sobre un confortable almohadón, dormía Pepo. El cachorro salchicha de la casa.
A partir de ahora iban a tener que comer en el comedor y Pepo tendría que dormir en el cuartito del fondo. Así que entre todos, sacaron la mesa y las sillas y colocaron la incubadora en el piso. Aparato grande, cuadrado y pesado.
Las hijas ayudaban a Carlos con la instalación. Alcanzaban las herramientas que pedía.
— Bueno, ya está. ¡Esta es una gallina eléctrica! – explicó Carlos riéndose. Estaba muy excitado ante la aventura, lo mismo que las niñas. La única que no compartía esa alegría era Marta. Desconfiaba bastante del éxito de dicha empresa.
— ¿Ponemos los huevos? – ofreció rápida, Verónica.
— ¡Nooo!. Primero hay que seleccionarlos. Tenemos que mirarlos a través de una luz, para ver si todos tienen galladura. — explicó Carlos a su atento auditorio.
Prendieron una vela, y con la luz apagada, Carlos pasaba los huevos de a uno, delante de la llama. Efectivamente las niñas observaban cuales tenían galladura y cuáles no.
Revisados los 50 huevos, quedaron 40 útiles. Los 10 restantes, se los dieron a Marta para que los usara en la cocina.
Prepararon un colchón de algodón y acomodaron amorosamente los 40 huevos debajo de la lámpara; la misma que iba a funcionar como “mamá gallina”.
Carlos accionaba los controles de la temperatura, mientras explicaba a las niñas y a Marta, que la temperatura tenía que mantenerse constante y pareja para todos los huevos. Todos los días tendrían que girar los huevos para cambiarlos de posición; tal como si fuese la misma gallina que hiciera esa tarea.
— Bueno, ahora a dormir que es tarde – ordenó Marta.
— Esperá un poquito más, mami – pidió Verónica. Ese aparato tan raro que podía reemplazar a una gallina, llamaba su atención. Una puertita que abría hacía un costado con manija, daba la sensación de un horno.
Por ser la mayor, su padre le encargó, llevar una planilla diaria con el tiempo transcurrido y las novedades.
CONTINUARÁ
En que zona vivía esa familia?
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